jueves, 6 de mayo de 2010

Dios bendiga a Thomas Dörflein


Hay cientos de héroes anónimos (ojalá fueran miles) haciendo cosas buenas por el mundo, por la humanidad y por otras especies animales, por el planeta.
Son desconocidos, y no hacen lo que hacen por reconocimiento, lo hacen por amor, por eso son héroes.
Uno cuasi desconocido fue Thomas Dörflein, quien trabajó en el zoológico de Berlín durante muchos años, entregado al 100 a su pasión: los animales.
Hablo como si lo hubiera conocido, y no, no lo conocí, y es una pena. Pero me alegra haber compartido el mundo con él, y el siglo, y el milenio. Me alegra haberlo visto en videos en internet haciendo su trabajo con tanta ternura, como si cuidara de sus hijos.
Gracias a Thomas Dörflein hay un oso polar más en el mundo.
Hace falta más amor de ese, amor que se entrega por completo al mundo, a la vida.
Thomas Dorflein me parece, era uno de esos hombres que entienden que un hombre, por el hecho de ser humano, no está ni más ni menos vivo que una cucaracha.
El soplo de vida que anima a ambos es igual, están igual de vivos. Son vidas en el mundo.
Y Dörflein cuidó de las vidas de los animales con un amor que yo sólo había visto en las imágenes religiosas de San Francisco de Asis, la clásica estampita donde el santo está sentado en una piedra, con un cordero a un lado y un lobo al otro, y los dos mansamente lo ven, como que lo escuchan.
Pues Dörflein fue un San Franciso del siglo 21, y dejó un oso polar sano, fuerte, crecido, hermoso, y muchos animales más, estoy segura.
Yo le doy gracias a Dios, a la vida, por haber sabido de su existencia, por haber visto su amor hacia ese oso.
Y me pone de buenas saber que como él debe haber más. Y los hay, estoy segura.
Gracias, Thomas Dörflein.

martes, 4 de mayo de 2010

Mi encuentro con Allende



Era el año 2000, yo iba en la Universidad, y dejaba atrás uno de los años más intensos de mi vida, el año de la huelga, el 99, que se llevó consigo muchas ilusiones de los que creíamos en las causas sociales justas y las defendíamos.
2000 fue el último año que yo estuve en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, terminando mis estudios de Ciencias de la Comunicación. Del futuro no sabía nada, a dónde iba a ir a dar yo con todos mis huesitos, mi época de estudiante tenía sus días contados y yo caminaba como los prisioneros de los piratas: sobre una tabla y con los ojos vendados.
En la clase de Sociología Latinoamericana nos pasaron un video de cómo fue el asesinato de Salvador Allende, en Chile, en 1973. Ese hecho me conmovió profundamente, por múltiples razones.
Porque Allende había sido un hombre valiente, y llegó a la presidencia ya con sus buenos años encima, era lo que se dice un anciano. Y los ancianos casi siempre me dan ternura, me recuerdan a mi padre, a quien amo profundamente.
Sea por eso, sea porque los chilenos siempre me han parecido como "huerfanos involuntarios" (les mataron a su padre, a su Salvador, a Salvador Allende), ese hecho trágico llamó poderosamente mi atención y sólo dije: algún día iré a Chile.
El final de la tabla por la que caminaba con los ojos cerrados no sé a dónde me lleve. Sigo caminando, pero ya no llevo una venda en los ojos, ahora puedo ver algo, y lo que veo me agrada.
El chiste es que ese camino, esa tabla interminable (que tal vez sea un camino de ladrillo amarillo, quién lo sabe) me llevó en 2009 a Chile, a Santiago, a su capital.
Era el mes de julio y yo caminaba envuelta en una chamarra barata (baratísima) que compré en una tienda del centro para que el frío del invierno austral no me calara tanto.
De repente di con el Palacio Presidencial de la Moneda y alguien me dijo "ahí fue donde matarona Salvador Allende". El recuerdo del video que había visto en mi clase 9 años atrás vino de repente, y se me agolparon las ganas de llorar en la garganta.
Estaba resguardado por rejas y militares, ni como acercarse. Hice una reverencia de lejos y seguí caminando.
Y entonces fue cuando lo vi, ahí de pie, como emergiendo de una roca. La estatua de Salvador Allende. Ahí si no pude contener las lágrimas y lloré, lloré quedito, sin aspavientos, era uno de esos llantos que sorprenden, que llegan de pronto, que salen como suspiros.
Alguien me vio y me preguntó si yo conocía bien la historia de Chile, y si era yo una gran admiradora de Salvador Allende.
La verdad es que no, no sé a profundiad lo que pasó allá hace más de 30 años, pero siempre me parecerá un crimen dejar a una nación completa sin papá de la noche a la mañana.